Un local estrecho y alargado se ordena mediante la colocación estudiada de cuatro prismas forrados de espejo que, además de organizar los recorridos resultantes y actuar como expositores de producto, multiplican las perspectivas posibles de manera exponencial.
Como resultado, una suerte de laberinto de espejos genera confusión a la hora de percibir el espacio, hace olvidar el volumen existente y provoca una sensación visual distinta en base a la ubicación y la dirección de la mirada del observador, convirtiendo un único habitáculo en tantos como puntos de vista sea capaz de abarcar el visitante.
Un proyecto que a través de un sencillo juego de reflejos oblícuos construye una irrealidad sensorial que enriquece un volumen real anodino para acabar creando un abanico de espacios artificiales infinitamente más atractivos que el que nos ofrece la realidad.
Un viejo truco ferial inventado a finales del siglo XIX que, revisitado de una manera sutil y funcional, transforma un espacio aburrido para multiplicarlo tantas veces como tiempo tengamos para descubrirlo.